felíz final



Recuerdo un día hace mucho,
sentada al borde del precipicio, en el suelo de un baño cualquiera
cogiendo una llamada que me ponía el futuro en las manos, y me retaba a cogerlo, a sabiendas de que yo nunca había tenido cojones.
Tal vez era eso lo que había necesitado todo el tiempo, tener las manos demasiado ocupadas como para pensar en ahorcarme.
Entonces fue como caer en el agujero hacia el País de las Maravillas
donde todo es caos y pérdida y un contínuo tira y afloja contra una mente que  amenaza con venirse abajo cada vez que dejas de moverte.
Aún veo las piezas del puzzle más imperfecto del mundo
desparramadas sobre un suelo manchado de pintura, con los bordes tan mojados que ya eran incapaces de encajar.
Comprendí mucho más tarde que hay cosas que tienen que romperse por completo, antes de que los caminos puedan volver a juntarse.
Un enorme espacio vacío que se sacudió el polvo a base de pequeños pasos adelante, y miradas de reojo hacia atrás. Y abrazos, desde lejos, cuando más los necesitaba pero menos sabía aceptarlos.
Mañanas que me comían el alma y me atardecían siempre un poco más cansada,  un poco menos cuerda,  y noches de humo que me obligaban a reír incluso cuando me había quedado sin voz.
Música que se hizo personas, y personas que hicieron música, y no dejaron de buscarme aunque yo ya me hubiera dado por perdida.
Una llamada en mitad de la noche, te quieros que te encienden desde la otra punta del país.
Un segundo de coraje demente, un instante de embriagadora valentía, un salto al vacío sin mirar, y unos ojos que parecen no poder dejar de reír.
Siempre he sido muy de todo o nada, y por qué cambiar cuando ya no queda nada que perder.
No sabría decir cuál fue el momento en el que le dejé coger el frasco donde guardaba todo el amor que nunca me permití recibir, y estrellarlo contra el suelo.
Si bajé la guardia al primer beso fue porque los sueños que escondía en el armario me atacaban cada vez que lo abría.
Tal vez tuve menos miedo en el momento de saltar,
que al caer al suelo y darme cuenta de que seguía viva para contarlo.
Ha habido tantos días grises que a ratos me convertía en agujero negro,
y, de repente, me llenaron la vida de estrellas.
He visto máscaras caer desde un quinto piso y reventarse contra el asfalto.
He visto el segundo mágico en el que una llamada de madrugada se convierte en una última oportunidad,
Coge el teléfono y vuelve a casa si tienes cojones.
Ha habido lágrimas para llenar lagos, que se han muerto empapando el mismo peluche que duerme conmigo desde los 12 años, y que nunca me ha reprochado ninguna de ellas.
Ha habido momentos en los que debí pedir perdón y sólo pude pedir explicaciones, y momentos en los que debí dar explicaciones, y sólo supe fingir indiferencia.
Podría contar los errores con las colillas que quedan tras un par de noches en vela, y aún así no me arepentiría de ninguno.
Se me ha instalado en el estómago la nostalgia de los tiempos que me enseñaron a vivir, ahora que me inunda el miedo a que mi paracaídas no se abra cuando se diluya mi nube y caiga al suelo.
Se me enreda el futuro en el pelo, como a esa gente que olvida que el presente nunca termina.
Solía creerme eso de que lo mejor está aún por venir,
y lo mejor ya estaba ocurriendo, sin que yo lo viera.
No creo que haya nada más grande que encontrar a la gente con la que quieres pasar el resto de tu vida,
y darte cuenta de que te mueres por pasar el resto de tu vida contigo.
A un capítulo del final de la serie, y a un final de un nuevo comienzo, me dejé el miedo en alguna de las cajas de la mudanza,
y no sé,
pero ya no creo que me ponga a buscarlo.

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