a mi madre, tras el hundimiento

Llegó como siempre, destruyendo realidades
niño inconsciente de bolsillos rotos
regalando sueños como si fueran bombas
en una guerra cuyo único objetivo es arrasar con todo.


Se ha despejado el humo y tengo los ojos en llamas,
la piel en carne viva y el dolor inconfundible de haber perdido

la única carta que me quedaba por jugar.

No sé hacia dónde tengo que mirar para que no se ahoguen mis pupilas,
tengo las manos sepultadas bajo los escombros que quedan 

del camino que una vez me llevó a casa,
qué pena me da la vida ahora que no puedo ver el mar.


Y de repente llegas tú
a calmarme los músculos con el calor de la tierra en la mirada,
vienes como siempre, a recoger los pedazos de mí que quedan
tras el paso del huracán.


Cuando hablo de fuerza hablo de mujeres, y cuando hablo de mujeres hablo de ti,
que has cargado con cada uno de mis hundimientos en tus brazos de alambre,
y me has puesto de pie tirando de mis huesos de plomo, con tus dedos pluma.


Llegó él de su mundo en las estrellas, fingiendo conocer el idioma de los hombres,
hablándole de universos a gente que no sabe ni mirar por una ventana,
llenándome las manos de polvo de plata
que no era más que arena teñida de gris
por las cenizas de mi pequeño hogar hundido en el mar.


Y tú, reflejo de todo lo bueno que a veces doy por perdido,
recoges uno a uno los  granos de arena
y construyes con ellos una casa sobre un árbol
para que yo tenga siempre un lugar al que volver (a prueba de inundaciones)

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