Sobre Japón



Siempre había sentido nostalgia de un lugar en el que nunca había estado.
El familiar calor de la casa de la abuela que nunca pisé,
la soltura con la que recorro las calles de mi infancia, por las que nunca pasé.
Conozco cada parada de metro como si fueran las líneas de una mano que no es la mía,
reconozco el sonido de las puertas al abrirse, aunque nunca las crucé.
La primera vez que vi la ciudad que se extendía bajo esa ventana del piso once pensé:
Qué miedo me da esta extraña tranquilidad,
que me susurra en un idioma que no entiendo,
que estoy exáctamente donde tengo que estar.
Mis piernas me llevan sin miedo entre neones y templos,
por calles que conozco tan poco y a la vez tan bien,
que parecen nacidas de un sueño.
Esta ciudad es como esa persona que conoces por primera vez,
y a la vez sientes que has conocido toda la vida.
Me oprime el pecho una distancia que ha existido siempre
como si fuera la primera vez que estoy lejos.
Añoranza por una vida que no he vivido, y aun así
aun así la siento extremadamente viva,
palpitándome en las cuencas cada vez que giro la cabeza
y por un momento creo estar donde no estoy.
Y entonces oigo voces por megafonía que no existen,
veo carpas en los charcos,
y templos ocultos al final de largas escalinatas por las que, creo, nunca subí.
Hay sonidos y olores grabados en todos mis sentidos,
y a ratos me estalla el alma en tormentas al pensar
que no sé dónde acaba el sueño y dónde empieza la realidad.
¿De dónde sale esa cuerda invisible que tira de mi
hacia un hogar en el que nunca he vivido?

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